domingo, 18 de octubre de 2020

Ángeles sobre la tierra herida

 Ángeles sobre la tierra herida

“Los dioses tienen el poder que les otorgamos. Así, somos nosotros, la especie humana, los dioses disfrazados y, paradójicamente al mismo tiempo, su disfraz”. 

En lo alto del cerro de Santa Catalina, al borde de la muralla derruida, desde hacía trece semanas y cuatro días se reunían todas las tardes los hijos de la Gran Guerra, doce huérfanos de entre siete y veintiún años, más tarde conocidos como <<Los ángeles de la última batalla de Jaén>>.

Carmen era siempre la primera en hablar, la primera en aparecer también. Ella había encontrado al resto de supervivientes entre las ruinas del castillo, con mi ayuda, claro está, y por eso me protegía, así que yo no me separaba de su lado. Nunca nadie contradijo a Carmen, nunca nadie pensó que se equivocara en su manera de hablar, aunque tanto la forma como el contenido de su discurso pareciesen dictar una constante sentencia. Una vez le escuché decir: “A pesar de nuestros esfuerzos, las cosas son como son, y de ahí que nosotros seamos quienes somos, ángeles que ríen sobre la tierra herida, pues así hemos decidido y así nos ha tocado ser”. 

Y nunca nadie la contradiría jamás. Ese fue el atardecer número 95, el último para ella en el cerro de Santa Catalina, porque siempre hay un atardecer en el que se deja de contar. 

Y este podría ser el final, pero, hasta la fecha, mi experiencia como gato callejero superviviente de la catástrofe y la estupidez humana me ha demostrado que si bien el final es donde terminan las historias, sobre dichos finales se erigen nuevos principios. Esta es la condena inexorable del cambio. Así pues, la desaparición de Carmen constituyó el comienzo de la leyenda oculta de la capital del Santo Reino. Una leyenda que incluye misterio, letras y una curiosidad que casi mata al gato, en esta narración, un humilde servidor. 

En el atardecer 96, Rafael fue el primero en llegar, pero no articuló palabra hasta que apareció el resto del grupo: Dolores, Isabel, Ana, Manuela, Rocío, David, Alfonso, Francisco, Ángel y Juan. Ni rastro de Carmen. “¿Alguien sabe dónde está?” Isabel, la más pequeña, me cogió en brazos y mientras me acariciaba dijo con voz suave: “Ayer, cuando el sol se puso y después de que regresáramos a nuestras casas, me di cuenta de que se me había perdido el lazo blanco que suelo llevar en el pelo, y volví al castillo para buscarlo. Cuando llegué aquí, donde nos reunimos al atardecer, escuché la voz de Carmen alejándose en dirección a la ciudad.” “¿Y qué decía?” Preguntó intrigado Alfonso, que le seguía en edad. Isabel continuó acariciándome mientras retomaba su recuerdo de la noche anterior: “Creo que dijo algo acerca de los baños árabes”. Según terminó la frase salté al suelo y los miré con determinación. Sabía dónde se encontraban, así que maullé un par de veces y me dirigí a la ciudad. En menos de medio minuto ya tenía a la pandilla siguiendo mis huellas, susurrando lo extraña que les resultaba la ausencia de su amiga. El atardecer fue describiendo con nuestros pasos el camino colina abajo, mientras dejábamos atrás las vistas de los olivares en el monte de Jabalcuz y el débil pero incesante murmullo del río Guadalbullón. De repente, comenzó a llover con intensidad, embarrando el suelo y entorpeciendo cada vez más la visibilidad. La noche cubrió el cielo y noté el miedo de los más pequeños, que empezaron a caminar de la mano, dejándose guiar con cierta prudencia hacia el sótano del actual Palacio de Villadompardo. Las calles, empinadas y estrechas, desembocaron finalmente en la plaza que ocultaba nuestro destino. En el centro de esta, junto a unas rocas, se abría una escalera de piedra que descendía varios niveles del suelo, y nos condujo por un laberinto subterráneo de pasadizos angostos y paredes sin salida. El silencio, sepulcral hasta el momento, se vió interrumpido por el grito de Alfonso. Habíamos llegado a un espacio más amplio, y cuando mis ojos enfocaron en la oscuridad pude ver a Carmen acostada en el suelo de los baños árabes, con la mirada ausente y las manos ensangrentadas. En el arco de medio punto justo encima de su cuerpo inerte había escrito con su propia sangre:

“Los dioses tienen el poder que les otorgamos. Así, somos nosotros, la especie humana, los dioses disfrazados y, paradójicamente al mismo tiempo, su disfraz. La Gran Guerra fue el intento de creer que lo podíamos todo”. 

En ese momento, Rocío encendió una antorcha y la imagen se hizo más grande y más real. Cada pared, cada columna, cada rincón del suelo estaba escrito. Piedra sobre piedra, asegurándose de que cada letra quedara marcada a conciencia, libre ante la tiránica mirada del tiempo. Noche tras noche Carmen había escrito la Historia de la Gran Guerra, las aventuras de los doce huérfanos, los atardeceres entre las ruinas del castillo de Santa Catalina… pero, y, sobre todo, había plasmado en la inestabilidad de su caligrafía el sufrimiento que la había consumido llevándola a la locura. Al leer cada palabra se podía sentir la gran pérdida de todo lo que había sido para ella su hogar, la muy noble y leal ciudad de Jaén, hija de Andalucía. 

Empecé a oír un llanto, y tras este se sumaron las lágrimas y sollozos del resto. Fuera, la tormenta empeoraba a cada segundo, y como si quisiera convertir la tragedia en olvido, el agua comenzó a filtrarse por el techo y las paredes. Los niños retrocedieron asustados intentando desandar el camino, pero el agua cada vez abarcaba más espacio y el recorrido de vuelta resultaba demasiado confuso. 

Cuando llegué a la superficie solo vi a una Isabel exhausta y desolada que sostenía con fuerza en su mano un lazo blanco cubierto de sangre. 



Ángeles sobre la tierra herida

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